Temas de Libros
Poesía desde el asombro


por Pedro Provencio


Gonzalo Rojas: Materia de testamento. Ediciones Hiperión, Madrid, 1988.

 

El lector de poesía actual conoce las dificultades extraliterarias que encuentra todo intento de hacer llegar ante sus ojos obras de poetas latinoamericanos, excepción hecha de los dos a tres nombres favorecidos reiteradamente por los medios de comunicación. En los últimos años, sólo de una forma lenta y dispersa se han llevado a cabo entre nosotros algunas publicaciones de autores poco conocidos aquí, que demuestran el enorme interés de la poesía latinoamericana de este siglo y la gran distancia estética que la separa del ambiente poético español. Gonzalo Rojas es uno de los raros poetas hoy suficientemente atendido por nuestros editores.

El libro que nos oculta es el tercero que publica entre nosotros el poeta chileno en los últimos diez años. Se trata, como en las dos ocasiones precedentes (Transtierro, Madrid, 1979, y El alumbrado y otros poemas, Madrid, 1987), de un compendio que incluye poemas inéditos y una selección de otros publicados con anterioridad. Tal procedimiento de edición, empleado por un autor que escribe y publica sin ningún género de impaciencia, responde a la intención de presentar la obra en su estado global de desarrollo, como un todo que no se delimita en títulos particulares, sino que cada vez es el mismo, enriquecido y abierto a nuevas perspectivas. Coherentemente con ese planteamiento, los poemas publicados hace decenas de años se leen junto a los más recientes como si hubiesen sido escritos con el mismo impulso y casi al mismo tiempo.

En la introducción del autor a Materia de testamento, Rojas reconoce y celebra su parentesco poético con César Vallejo –"me dio el despojo y desde ahí el descubrimiento del tono" (pág. 16)-, además de acogerse a la gran tradición lírica de su país: G. Mistral, P. de Rokha, P. Neruda, V. Huidobro. Sin embargo, no debemos rebajar a juicio valorativo la sincera modestia del autor: estamos ante una de las personalidades poéticas más singulares de la poesía actual en lengua española. Rojas realiza en cada poema su personal vuelta a los orígenes de la expresividad, ese viaje inquietante y obligado para todo el que pretenda escribir poesía. El poeta chileno -un hombre que ha sobrepasado los setenta años con una vitalidad lúcida ejemplar- se lanza a aquella peregrinación cargado con el surrealismo más enjundioso, con la crudeza cristalina de Vallejo y con una síntesis bien cribada del pensamiento y de la estética occidentales, encumbrados y distorsionados a lo largo de este siglo. Pero no se olvida de llevarse a sí mismo, a su propia integridad interrogante, a su propio cuerpo- "quién/ fuera eternamente cuerpo" (pág. 79)- y a su sólida confianza en la palabra poética. De esa forma, cuando el primer verso aparece suena a lenguaje recién nacido, pero recién nacido con la edad del mundo, sin balbuceos, en vilo: "Como reír es además de reír purificar/ sabiduría ..." (pág. 153).

Entre los aspectos más destacables de la poesía que nos ocupa, sorprende especialmente la concepción del ritmo. El poeta no da por hecho el ritmo que ha de emplear, ni se limita a elegir entre una gama de ritmos establecidos; para Rojas, el ritmo no es una simple cuestión de métrica, ni siquiera el andamiaje bajo-continuo del poema. La repetición de secuencias regulares o irregulares, la recurrencia de acentos, sonidos o expresiones, no agotan las posibilidades rítmicas de la palabra poética. En la poesía de Rojas, el ritmo está marcado por la tensión entre cada palabra y el verso que la contiene, entre cada verso y sus adyacentes, entre el principio y el final, entre cada una de las partes y el conjunto del poema. Ese juego de fuerzas internas implica dinamismo semántica, vías subterráneas por donde transitar de forma no aprendida. El poema no parece estar escrito en un ritmo determinado, sino hacia un ritmo íntimo y atrayente. De ahí que su relectura resulte, como en el caso de la mejor poesía de siempre, inacabablemente esclarecedora.

Como consecuencia de esa forma de discurrir las palabras sobre la página, el ritmo no se extiende sólo a lo largo del texto, sino también hacia adentro: tiene una dimensión vertical, sincrónica, y cada palabra se refleja en las demás al mismo tiempo que sondea instantáneamente los estratos de la percepción resonando en cada uno, no como un eco repetitivo, sino como un acorde multiplicador de significados.

Se trata, por todo ello, de un ritmo que implica al lector y a su particular capacidad receptiva; no se justifica por su adecuación a ningún manual -clásico o simbolista-, sino por su repercusión en otras lecturas en otras imágenes que el lector debe aportar, de forma espontánea pero también con cierto arte, en el momento de desplegar su presencia ante la del poema. "No se lee bien más que lo leído con una cierta determinación personal", decía Valéry. Nada más alejado de la tabula rasa: no se puede leer poesía -quizás ninguna poesía, pero desde luego ésta- ingenuamente.

Al mismo tiempo, Gonzalo Rojas llega al lector con un tono coloquial depurado de gangas efectistas o de concesiones fáciles. De esa manera, tampoco el coloquialismo funciona como un recurso adoptado entre los ofrecidos por el repertorio retórico, sino que adopta la forma y la orientación decididas por el poeta en cada momento -véanse, como ejemplos muy singulares, "Del cubismo como serpiente" (pág. 36) o "Visión de Gwen Kirkpatrick" (pág. 172)-. Se trata de desacralizar el lenguaje para darle contextura presente, para rescatarlo del mítico intemporalismo y anclarlo en cada instante que pasa en cada circunstancia, es decir, en la perduración renovada. Y se trata de negar el poder del lenguaje establecido como incuestionablemente literario; contra ese lenguaje está escrita la mejor poesía moderna, y no por el placer de la beligerancia sino por esa coherencia histórica que no se reduce a términos testimoniales sino que se funda sobre todo en aventura mental y en sensibilidad indomable: "Lo que no es aire/ en poesía ni rotación y traslación, son míseros libros/ oliscos a inmortalidad" (pág. 48).

No renuncia tampoco el poeta a emplear estructuras clásicas -véase "Perdí mi juventud" (pág. 140) u "Oscuridad hermosa" (pág. 111)-. A veces juega con cadencias y estribillos que recuerdan la poesía de cancionero –"De una mujer de hueso de la que quise escapar" (pág. 42). Incluso podríamos rastrear en estos versos un artesonado verbal muy próximo al del conceptismo, aunque sin gorguera, con un aura de gracia y de frescura aparentemente dibujada al descuido pero, en realidad, sopesada en cada detalle: "Misma sea la lozanía del pie, misma/ la de la cabeza para que haya temperancia/ circulatoria...". El poeta no desprecia ninguna preceptiva, sino que las recrea a su imagen y semejanza.

La impresión que nos deja Materia de testamento es a la vez saludable y esperanzadora: la lectura de tanta poesía cronológicamente más joven, pero ya esclerotizada, nos tiene acostumbrados a pensar que se confirma sin remedio la tendencia epigonal, ampulosa y "débil" de este final de siglo. Sin proponérselo siquiera, Rojas desmiente ese engañoso tópico proclamando la vigencia de un lenguaje que posee al poeta gracias a su trabajo de reelaboración propia, a ese "desvelo lúcido al que se llega sin prisa, por incesante crecimiento. Es que todo es nuevo. Para el oficio de poetizar desde el asombro, todo es nuevo" (pág. 16). He aquí un ejemplo de que la mejor poesía del siglo xx puede prevalecer, crecer y diversificarse.

 

En: Revista Simpson siete, Vol.3, primer semestre, 1993.

SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades - Universidad de Chile