¿Por qué
azares del destino e injurias de la crítica, el reconocimiento
del gram poeta Gonzalo Rojas es todavía negocio de iniciados? Sólo
la rareza de sus libros (La miseria del hombre y Contra la muerte)
puede explicar este fenómeno de ignorancia que, a mi juicio, constituye
un escándalo que exige inmediato remedio. Es preciso y urgente
situarle en su lugar, pasarle del semi-silencio al proscenio, junto a
los grandes, los iguales de su tiempo y el nuestro.
Aquí
sólo cabe una llamada de atención, una convocatoria a la
lectura y el conocimiento. Y ya que es tarde, non incurramos en la precipitación
de los lugares comunes, en la facilidad de la nomenclatura mostrenca ni
en la colocación de etiquetas sobre una poesía que por su
originalidad las resiste.
Antes que
lo visual, en los poemas de Rojas nos afectará, creo yo, lo auditivo.
Quiero decir que éste ha sido mi caso: leyendo Oscuro (1)
entendí que la palabra, fluyente y significante en el discurso,
competía con el sollozo, con la imprecación, con el susurro
y con el grito, más allá de la denotación el lenguaje
se demora, como los ecos de la trompeta de Louis Armstrong, en un ir muriendo
para vivir en los ecos –las connotaciones- que nos fascinan. Escucho esta
poesía como quien pone el oído sobre aquel corazón
de la noche de que habló Rubén en su fabuloso "Nocturno".
Palabras que son revelaciones, sílabas que suenan como notas o
signos de algo que no se deja decir sino cogido por sorpresa en la imagen
o en el deslumbramiento de las asociaciones en que términos y referencias
distantes se acumulan y expresan lo de otro modo inexpresable.
La poesía
surge en Oscuro como una pregunta que no cesa, como una pregunta
que es todas las preguntas en que el hombre vive –y tropieza y se enreda-
mientras vive:
¿Qué
eres tú? ¿Qué soy yo
sino un cuerpo prestado
que hace sombra?
Cuerpo, sí,
y sombra, acaso de un sueño pero más ciertamente una voz
y un decir personalísimos, únicos, "aire", como
él dice, "nuevo", que no sólo llena un mundo:
lo construye en experiencias sucesivas, no vividas sino crfeadas en ese
estar de la palabra, origen y fundamento de toda poesía. Palabra,
debe decirse, que nos lleva del entusiasmo a la desesperación,
de la cima a la sima, palabra-conjuro que en "Conjuro", espléndido
poema, pasa de un tiempo a otro, de un espacio a otro como un derrochede
figuras que trazan las avenidas de lo que solía llamarse el destino
humano, desde el nacimiento a la muerte.
Substituidas
las abstracciones por precisiones, vigorosas las imágenes, el lector
asiste a un discurso en que los recuerdos se tocan con la mano de la metáfora,
y quedan en el texto transfigurados, proponentes de insólitas percepciones
que yendo más allá del plano real ofrecen la realidad de
un drama que lo es a la vez del poeta y del lector. El escenario está
siempre atravesado por ese Lebu tormentoso , torrente de Infancia y río
que conduce a los territorios de sombra, donde nadan los patos negros
de que hablan los mitos de José María Arguedas.
Pues este
Lebu es hermano de Los ríos profundos y como ellos corre
junto a las sangres que van hacia la mar, que es el morir, en largos cursos
de exilio y de llanto ¡Qué vida ésta!
...piensa
uno
lo poco que piensa, del trabajo al trabajo, de un aceite
a otro quemado, abre
la puerta instantánea,
huele
de lejos los jazmines.
Y así,
por vocación de equilibrio y belleza, la fragancia del jazmín
está en el poema, aunque lejana. "Aromas pobres", leímos
antes, pero aromas. Lo adversativo califica la situación, y la
matiza, matización exacerbada cuando el olor de la certidumbre
es olor de prisión, "alambrada", que sugiere campo de
concentración en lo que pudo ser jardín. Patria profanada,
"manchada", ahora recuerdo y lágrima en quien desesperadamente
hace inventario de dolores y esperanzas. Inventario de desolación
redimido, ya en la última estrofa, por el legítimo y genuino
conjuro de la escritura y por la seguridad de que al final le espera la
Eternidad, y en ella no la arrogancia de las esferas sino, como ha dictado
la suerte, la tormenta.
No puedo
resistir el deseo de citar esa estrofa final, tan de veras significativa,
tan de veras resumidora de lo que es el ser y el hacer del poeta, creador
no en el huerto aislado, no en un recinto privilegiado sino a pleno viento
y pleno dolor. Con palabras, sí, pero con palabras de sangre escribe:
y escribe,
escribe con él, lo invisible escribe, lo que le dictan
los dioses
a punto de estallar escribe, la hermosura,
la figura de la Eternidad
en la tormenta.
En , ya lo
sentimos, un arte poética, una poética personal en que la
distancia desaparece, en que el sujeto es el objeto y el objeto la sustancia
del poema, que crece de sí mismo y arde de su propio fuego, porque
intuición y pasión se hicieron escritura sin que el impulso
se enfriara en el cristalización. Por eso al leerlo se experimenta
una conmoción intelectual, u trastorno total, un enajenarse en
lo que las líneas van suscitando. Emily Dickinson dijo que cuando
leía un libro lo reconocía como poesía por lo que
físicamente sentía: "as if the top of my head were
taken off" y este perder la cabeza es –si se me excusa la confidencia-
lo que siento al leer los poemas de Gonzalo Rojas.
El lector,
o al menos este lector, los recibe como un mensaje personal, como si fueran
escritos precisamente para el hombre que los está leyendo, y no
parece excesivo afirmar que es la intensidad de la respuesta la que prueba
el alcance del estímulo. T.S. Eliot y tantos más nos enseñaron
a separar el poema del poeta y del lector. Quizá hemos ido demasiado
lejos. Tal vez la función de la poesía no pueda ser limitada
con el rigor postulado por el autor de The Use of Poetry and The Use
of Criticism.
No olvidaré,
claro está, que el lenguaje habla –lo advertía Heidegger-,
pues los versos de Oscuro lo recuerdan sin cesar, cuando retrata
la niebla como cuando entona el réquiem por la mariposa
o trae a la página las hermosas. Una palabra convoca a otra, ésta
a la siguiente, y como si el poeta fuera (en tal ocasión) el "medium
sonámbulo" de que habló el andaluz universal, van
diciéndose y empujándose hasta dar en la secuencia previsible
la iluminación imprevisible. Por ejemplo: "Eléctricas,
desnudas" traen "turgentes, desafiantes" y, desde luego,
la cualidad única de la juventud: "pisan el mundo, pisan la
estrella de la suerte con sus finos tacones", "Ni rosas ni arcángeles",
mujeres nada más, con ese ser jóvenes que es en sí
razón suficiente de gracia y de poder. Los adjetivos lo dicen en
su función tan de veras calificadora y así las vemos (a
las hermosas), palabras, palabras, palabras y, claro está, "la
cosa misma/ creada por (el) alma nuevamente": la mujer, pero no en
su esencia, sino en su existencia y en su contradicción. Imágenes
múltiples, no necesariamente coincidentes, con variable carga de
secreto –lo que es decir de ambigüedad- entran y salen del poema,
son el texto y el contexto de una escritura que no basta para retenerlas.
Unos poemas
dan la impresión de que el autor (su vida, su llanto) está
en ellos, tras de cada línea y en cada apóstrofe y en cada
incertidumbre, que fueron dictados desde lo "oscuro" de intuición;
otros poemas parecen constituirse de sí, dar de sí, con
el autor al borde, viéndolos crecer y reconociéndose en
sus ritmos, en su tono, en sus irregularidades. El mensaje tiene la entidad
del contexto para iluminarlo y un código que se descifra partiendo
de la comprensión de ese contexto mismo; sólo en él
los símbolos operan rectamente y las equivalencias y las variaciones
traslucen su sentido constituyente.
No es éste
el momento de intentarlo, pero estoy seguro de que un análisis
cuidadoso de la relación entre los componentes de estos poemas
hará ver el perfecto –y, como se dijera, espontáneo- acorde
de fuerzas en él perceptible: simetrías y oposiciones que
no buscan tanto el equilibrio como el vigor y la expresividad. Un cierto
quevedismo se da de alta en construcciones que no rehuyen lo desmesurado
cuando lo que intentan expresar es justamente la desmesura.
Cantar la
oscuridad y su belleza sólo puede hacerlo quien, como Gonzalo Rojas,
toca la sombra y no la teme, oye su latido y sabe que es señal
de vida, vigila su carrera y reconoce la fuerza de que se nutre. La equivalencia
fonética sugiere ya la equivalencia semántica: de oscuro
a conjuro, la asociación se impone, y de la tiniebla yb el silencio
procede la llama que es la palabra, que quema a quine es oscuro en lo
oscuro y dios o luz para el "claro" que le acompaña y
es su reverso, como diría Machado, su complementario.
Las relaciones
intertextuales, tan claras en Oscuro, son testimonio de continuidad,
huellas de la adscripción a una lengua y a una poesía que
siendo tan suyas, tan individuales, son también de quienes le precedieron
y de quienes le continuarán.
Y si su cifra
es la esperanza y su vocación de hermandad, ¿cómo sorprendernos
de que la elegía a Jorge Cáceres acabe, como concluye la
de Antonio Machado a don Francisco Giner, negándose al llanto,
pidiendo vida y no lágrimas:
Yunques
sonad,_
enmudeced campanas.
dijo el maestro,
y nuestro amigo de Chile asiente:
Por
qué lloráis? Vivid
Respirad vuestro oxígeno
¿Cómo
extrañar que la voz de César Vallejo, la de Pablo Neruda,
la de Federico García Lorca se dejen oír en esta convocatoria
intensa de la pasión por el común "dios deseado y deseante"
que es la poesía? Aún diré más: "Aleph,
Aleph" es acaso la mejor revelación de ese Borges triste que
nunca se dejó ver más de alma presente que en este sucinto
y dramático bosquejo. Y todavía, detrás de su música
suena la del gran Quevedo: "huesos/ que no movieron esta mano, venas/
vacías...".
Poesía,
amor, tiempo. Tres grandes temas en donde cuaja la universalidad y contemporaneidad
de Gonzalo Rojas y el misterioso empuje de una visión que hace
de sus poemas experiencias decisivas de la vida y la muerte, de la cólera
y el sueño, experiencias que en la escritura quedan volcadas a
esa duración mítica que, nostálgicos, llamamos "eternidad".
En
Revista Insula Nº 380-381, p.5, Madrid, 1978.
(1) Gonzalo
Rojas, Oscuro, Monte Ávila, Caracas, 1971.
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