Gonzalo
Rojas. Materia de testamento. Madrid, Hiperión, 1988.
Un libro,
un único libro es la obra de Gonzalo Rojas. O, al menos, así
quiere que la veamos el autor. En efecto, desde Oscuro (publicado
en la década de los setentas en Monte Ávila Editores de
Venezuela) esta obra viene en aumento y en cada entrega Rojas se las ingenia
para hacernos caer en su circularidad. Nuevos poemas proyectan al presente
antiguas entregas y, del mismo modo, antiguos poemas imponen un efecto
de cristalización a los nuevos libros.
¿Por
qué? ¿Cuál es el efecto buscado por el poeta? ¿Se trata
de una anulación del tiempo creativo o de decretar que en una obra
todo es lo mismo? Personalmente creo que se trata de la valoración
que hace Rojas de la tradición. El momento estético que
vivimos actualmente es una verdadera pugna por lograr un entronque con
alguna idea de la tradición. A mayor conciencia crítica
del artista corresponde una mayor problematización respecto a esa
cuestión. Mientras algunos se empeñan en repetir modelos,
crear "climas" y emprender un regreso acrítico a formas que nada
dicen funcionalmente, otros, los menos pero mejores, tratan de valorar
críticamente las posibilidades de díálogo con el
pasado estético.
Los
resultados de esa lucha no se dejan ver claramente todavía. Dentro
de la poesía latinoamericana es patente una recaída en formulaciones
clásicas, en un intento -vano a mi modo de ver- de búsqueda
de una estabilidad frente al caos estético imperante. Se regresa
entonces a una poesía de contenido por el contenido mismo, olvidando
que el poema es una máquina esencialmente material, donde
el contenido es producido por la forma y nunca le es anterior. Se regresa
también a los grandes temas patentados por una manera retórica
de ver el significado poético (la trascendencia está
nuevamente a la orden del día), olvidando la lección de
insignificancia temática que ha dado lo mejor del poema
moderno. En otras palabras, frente a un presente que se manifiesta en
forma caótica, se busca la consolación del pasado, sea este
el que sea. Así, al contrario de un encuentro con el
pasado lo que se produce es un verdadero choque, con la consecuente pérdida
de valoración crítica. Por el contrario, una mirada crítica
al pasado encontraría seguramente un eje dialógico muy claro:
el de los fundadores de la concretud, el de la tradición de constructores
del lenguaje, el de los hacedores. En ese eje, que en la poesía
latinoamericana del siglo encuentra su momento de esplendor con los maestros
herederos de la vanguardia (Lezama Lima, Octavio Paz, entre los más
notables) se sitúa Gonzalo Rojas. El diálogo con la tradición,
para estos poetas que heredan en cierta forma la mirada sincrónica
de la poesía, la mirada actualizante de un "aquí"
poético, es un problema moral. Se trata de una ética vitalista
en la medida en que el compromiso con el pasado es hacerlo y verlo de
nuevo a la luz de su funcionalidad presente. Así, paralelo al trabajo
de hacedor, de creador de lenguaje, corre el trabajo
de ser hablados por la tradición, de ser atravesados por
otras voces que, con igual vitalidad que las voces presentes, demandan
un lugar aquí. En este sentido es ejemplar el caso de Lezama Lima
y su diálogo siamés con Luis de Góngora. El caso
de Gonzalo Rojas es igualmente ejemplar. Desde muy temprano en su poesía,
Rojas se ha encadenado a una tradición poética y no la suelta.
Esa tradición -esos nombres y esas voces vivas- funcionan emblemáticamente,
son talismanes que operan para neutralizar aquello que el poeta ve como
sinónimo de pérdida o de desgaste de lo humano, de lo vital
o de lo poético mismo. En vez de huir hacia el pasado buscando
aquel lugar íntimo que lo consuele, Rojas atrae ese pasado a este
ahora, a través de nombres con los que entra fácilmente
en sincronía, porque son nombres -o poéticas- con las que
es posible dialogar formalmente. El arcipreste de Hita, San Juan de la
Cruz, Agustín de Hipona, Santa Teresa, Rimbaud y muchos más
son convocados para hacer acto de presencia en sus textos con el fin e
ordenar un poco este caos. A veces son nombres pero a veces también
pueden ser palabras, puede ser el lenguaje mismo que adquiere una sobrepresencia:
Ya
no se dice oh rosa, ni
apenas rosa sino con vergüenza; ¿con vergüenza
a qué?, ¿a exagerar
unos pétalos, la
hermosura de unos pétalos?
Serpiente se dice en todas las lenguas, eso
es lo que se dice, serpiente
para traducir mariposa porque también la
frágil está proscrita
del paraíso. Computador
se dice con soltura en las fiestas, computador
por pensamiento.
La
apelación a un lenguaje que ha decaído del uso no está
practicada desde la nostalgia sino desde la ironía, elemento corrosivo
que señala la banalidad, la frivolidad y la imbecilidad de la época
en que vivimos. Pero la mirada al pasado no es nostálgica, en esencia,
porque la forma poética que elige Rojas no lo es. Gonzalo Rojas
ha flexibilizado de tal manera la matriz de su escritura que todo
tipo de discurso cabe allí. Lenguaje objeto, metalenguaje, exclamaciones
e interrogaciones: todas las conversaciones son posibles dentro de esa
estructura que obliga a una lectura en zig-zag, a una lectura de sintaxis
quebrada donde menos se esperaba, porque su base es la respiración
y la respiración es personal. En vez de cerrar, Gonzalo Rojas abre.
Y abre porque sabe que solamente en una estructura abierta -una estructura
casi sin estructura- pueden dialogar todas las voces presentes y puede
hablar también la tradición. Ese airear el espacio de sus
textos es posibilitar la presentificación de otras voces y otros
ámbitos para que todos hablen, los vivos y los muertos en pie de
igualdad. Porque no se trata más que de eso.
En:
Revista Vuelta, 13, Nº152, 1989.
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